EL VIEJO ARMARIO

A  Lena,   Fu’ad,  Marie Rose  y  Rami, por sus recuerdos.

A Beirut.

Aujourd’hui est la memoire d’hier et demain sont les rêves d’aujourd’hui.

Khalil Gibran

 

Hace muchos años que no abre la puerta de aquella habitación. Hace muchos, pero cuántos. No lo recuerda. Quizás la memoria, más sabia que él, haya cubierto con el velo del olvido un tiempo de guerra y de miedo.

La habitación está en el segundo piso de la casa de sus abuelos en el Valle de la Khadisha, tierra de místicos y de poetas. Una casa, cuyas paredes de piedra se alzan orgullosas y altivas, a pesar del paso del tiempo, y su tejado de tejas rojizas inunda de color esta tarde gris de invierno.

El olor de los dulces recién hechos y del café humeante le trasladan a su infancia y le acompañan mientras vela el plácido dormir de su abuela, que sentada en su butaca de cuero, frente a las cristaleras, contempla el valle, su valle, poblado de recuerdos.

La abuela se ha despertado. Al abrir los ojos le ha pedido que le traiga el libro del abuelo, el diario que escribió durante su largo viaje. Un viaje en barco   desde Beirut a París pasando por Haifa, Alejandría y Marsella.

–Si no lo encuentras en a la biblioteca, estará en la habitación, en el armario, dentro de la caja de latón –le dijo la abuela dejando atrás aquel estado de semiagonía en el que vivía desde hacía unos días.

Hace muchos años que no abre la puerta de aquella habitación. Le dan miedo los recuerdos y en vano busca una protección que sabe inexistente. Un día, el abuelo decidió transformar aquella habitación vacía en lo que él designó “la estancia de los recuerdos”, el lugar donde guardar todo aquello de lo que no quería desprenderse.

Su abuelo, su maestro. El hombre con el que compartió juegos, paseos, viajes, confidencias e historias. Los ojos se le humedecen al recordar aquel viaje a Damasco, cuando él era todavía un niño. El abuelo se lo llevó con él: “Nos vamos a Damasco. Nos vamos a comprar alfombras voladoras”, le dijo. Juntos ascendieron por las montañas del Monte Líbano, cruzaron el fértil valle de la Bekaa y llegaron a Damasco, la rosa del desierto.

Se acerca a la habitación con la misma mezcla de  miedo y de emoción que sentía cuando él y  su hermano se escondían  en ella huyendo de sus primos. El miedo a lo desconocido y la emoción de adentrarse en el espacio sagrado del abuelo. Abre la puerta. Las cortinas de hilo tamizan  la casi inexistente luz del crepúsculo. Ante él, al lado  de una mesa de latón, como aquellas del café Naufara de Damasco, donde tanto les gustaba ir y escuchar las historias del viejo cuentacuentos, está él. Él, su armario. El viejo  armario  con  incrustaciones de nácar y maderas preciosas que su abuelo compró en Damasco para la hija que con tanto amor esperaba. Se acerca y  sus  manos recorren lentamente la anatomía de  la que había sido su  madriguera.

El olor del  café con cardamomo recién hecho inundaba la casa. La luz, esa luz de Beirut que nace  de no se sabe  dónde, llenaba de esperanza una mañana que, como muchas otras, sería  de plomo. Su madre había salido a comprar a la tienda de Abu Faysal y él,  solo en casa, construía castillos. “Oh luna, que me estás olvidando, guíame y llévame  al lugar donde está el ausente. Muéstrame el camino de mi amado”, cantaba Abdel Halim Hafez en la radio. Por la ventana abierta le llegaba la voz de la calle: la del viejo  de piel apergaminada que vendía  fruta,  la  del repartidor de butano, la del vendedor de mazorcas, los gritos de los niños. De golpe, se hizo el silencio y los aviones histéricos dejaron caer de sus vientres su carga mortal.

Ya albi!  Ya hayati![1] –gritaba su madre nerviosa buscándolo por las habitaciones de la casa–. ¡Dónde te has metido! ¡Dónde estás!

Él hubiera querido decirle que estaba allí, en su habitación, dentro del armario, pero los sonidos y  las palabras  le habían abandonado. Tímidamente empezó a  golpear la puerta hasta  que su madre, finalmente, lo encontró.

A partir de aquel día el armario, el viejo armario de marquetería se transformó en su refugio.

También tímidamente y lentamente abre ahora la puerta del armario, le dan miedo  los recuerdos, aquellos recuerdos que durante tantos años ha escondido en el lugar más remoto de su memoria. Le dan miedo, mucho. Tanto como las bombas y los aviones, los obuses, los francotiradores y las noches pasadas en los  refugios. Durante todos estos años los ha escondido,  intentando,   así, olvidar todo el horror de aquellos dieciséis años de guerra. Recuerdos, cera blanda que el tiempo deshace y desfigura, encerrados, durmiendo el sueño de quien quiere olvidar.

A pesar de  que en el armario están ahora las colchas de seda adamascadas, que el abuelo compraba en Alepo, y sus  abayas de lana de Irak, el olor sigue siendo el de antaño.  La naftalina, aquel olor que al principio le mareaba y le ahogaba, y al que al final terminó acostumbrándose.  Así también  se acostumbró  al miedo, a la sangre, a los cuerpos destripados y al olor de humedad de los refugios, el mismo olor de esta habitación en la que desde la muerte del abuelo casi nunca nadie se adentra.

Aparta algunas de les abayas haciendose un  lugar. Un lugar donde sentarse con  el cuerpo encogido y la  cabeza entre las rodillas, como cuando era  un niño y se escondía en busca de la seguridad  que ya nadie podía darle.

Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve, diez, quince, veintiséis, treinta y siete, cuarenta y ocho, cincuenta,… y  el gran silencio  que acompaña las grandes tragedias. Sabían cuando aquella máquina infernal empezaba a escupir los  proyectiles, pero tenían que esperar y contar para saber si el sacrificio continuaría o si bien cesaría. El  Órgano de Stalin, que absurdo era el nombre de aquella bestia del horror.

Él, como muchas otras personas, desarrolló un sexto sentido muy sutil. Un instinto para percibir  la proximidad de la tragedia. Cuando se sentía amenazado,  corría hacia su armario para protegerse  de todo lo que estaba por caer. Un día de principios de julio, todo cambió. El calor era intenso y la ropa mojada por la humedad se pegaba a su cuerpo delgado transformándose en una segunda piel. Con su hermano y unos amigos, se adentró en territorios prohibidos y, esquivando a los francotiradores, llegaron a una manzana de la calle de Damasco, allí donde habían situado la línea de demarcación. El paisaje era fantasmal y al llegar  a su casa corrió a su habitación para encerrarse en su armario y llorar lejos de  la mirada inquisitiva de su hermano, mayor y más seguro de sí mismo. Con gran sorpresa  descubrió que el armario, su armario de marquetería, ya no estaba.

–Esta tarde traerán tu nuevo armario. Te estás haciendo mayor y necesitas otro más moderno, aquel lo compró el abuelo poco antes de que yo naciera, –le dijo su madre como  respuesta a  su mirada y sin saber que tendrían que esperar una semana  a que llegara el nuevo armario. ¡Bukra, inxal·lah![2], le decían cada día los de la tienda de muebles.

El armario ya no estaba, pero sí  su presencia. La pátina del tiempo había ido cubriendo las paredes de la habitación y la silueta del viejo armario se recortaba en ellas. A los tres  días de la desaparición, en uno de los intensos bombardeos, un obús agujereó la vacía pared.

Siente los miembros pesados y la cabeza embutida por la naftalina y los recuerdos. Poco a poco y sin prisa, cierra las dos puertas de su armario dejando salir recuerdos, conservando otros. Deseando que Cronos, destructor implacable metamorfosee el pasado en olvido.

 

[1] ¡Corazón! ¡Vida mía!

[2] ¡Mañana, si Dios quiere!