EL LEÓN NAGAD
Mientras descanso tomando una cerveza en el bar del Hotel Baron, ajena a la ciudad, algo por otro lado difícil de lograr, pienso en cuánto me gustaría jugar con el tiempo. Si fuera posible, haría de Kronos mi aliado y le propondría que me otorgara el privilegio de retroceder a épocas lejanas.
Si eso fuera posible, Nagad, el león de bronce que me contemplaba esta mañana con una mirada triste y perdida, tras la urna de plástico que le protegía y me impedía acariciarlo, me recibiría a la entrada del templo de Dagan.
Mi león, no tiene nombre, o quizás sí que lo tuviera. Quizás las manos hábiles que lograron crear tan bella criatura, le pusieron un nombre. A mi león sin nombre, con el que he compartido unos momentos de silencio, le he llamado Nagad.
Cierro los ojos y me imagino lejos de la salvaje Alepo. Del otro lado del horizonte quedan los ruidos, las calles, el enjambre de gente que entra y sale de las tiendas del zoco, los cafés y restaurantes de una ciudad moderna que parece anclada en un pasado monolítico.
Sigo el curso del Éufrates, donde Siria, la de hoy, aparece como un ser atemporal cuyas costumbres y usos parecen también aferrados al pasado, a un pasado glorioso que yace en las profundidades del desierto.
Pequeñas aldeas rompen la monotonía del paisaje. Los tendales de ropa transforman el paisaje en un cuadro impresionista. Los pequeños corretean tras una cabra demasiado vieja para escaparse de sus perseguidores. Una mujer amasa el pan que después ofrecerá a su familia. Unos hombres, ajenos a todo, fuman el narguile bajo el tronco arrugado de una polvorienta higuera.
Tiendas de beduinos plantadas en el medio de la nada y unos rebaños de ovejas, tristes y cansadas, levantan sus ojos hacia el cielo añil.
Desde Deir ez-Zor, la perla del Éufrates, prosigo mi viaje hacia el sol naciente, en los confines de la Siria actual, en un lugar de la antigua Mesopotamia, donde sigo teniendo la impresión de que el tiempo se ha detenido para siempre jamás. A mi espalda, dejo ahora el presente para fundirme con un pasado glorioso.
Nagad, mi león, es todavía un ser imaginario, un proyecto del artista que lo creó. Él lo piensa y lo repiensa, lo hace y lo rehace. Se sabe finito y busca en el silencio, bajo un cielo preñado de estrellas, el sentido de la vida, de su vida. Vive con la presencia inquietante de la finitud que siente cerca, quizás ese sentir sea tan solo fruto del lento devenir de los días que quisiera olvidar.
Nagad es el sentido. La palabra plasmada en la obra. El diálogo íntimo entre mi artista y algo a lo que no se atreve a nombrar. La respuesta, tal vez, a las preguntas que es incapaz de responder. Preguntas que quisiera dejar de hacerse, pero que no puede ignorar. Busca las respuestas en las ofrendas y los sacrificios; en los discursos vacíos de los sacerdotes; en la vana dialéctica de sus maestros, mas sabe que no es allí donde las hallará.
Mari es su ciudad, su espacio, su pasado, su presente y prefiere no pensar en su futuro. Su futuro es ahora el león, la cohorte de leones que deben proteger la entrada del templo de Dagan, protector de los cultivos. Ellos, y sólo ellos, disuadirán a los intrusos de penetrar en el lugar secreto, reservado sólo a los iniciados. Ellos preservarán la intimidad de aquellos rituales de los que todo el mundo habla, pero que sólo unos pocos, los elegidos, conocen.
La ciudad vive la euforia de la producción artística. Artesanos, artistas y comerciantes venidos de Babilonia llenan los talleres en los que trabajan con auténtico frenesí. Contempla un orante en un vecino taller. Le impresiona la expresión extática del rostro, cuya mirada se pierde en el infinito. Los ojos enormes con incrustaciones de nácar y lapislázuli parecen como hipnotizados, entregados a la contemplación de lo invisible. La contemplación substituye a la palabra.
Siente, desde hace un tiempo, que las palabras le han abandonado. Es capaz de seguir el curso de las ideas, aunque no halla la palabra portadora de sentido que sea capaz de ensamblarlas. Se recluye en el silencio en el que busca una salida, una luminaria. Sus dedos abren caminos en la tierra reseca que el viento ha traído de lejos. Observa las motas de polvo que permanecen en sus dedos largos y delicados, pero marcados por los años de trabajo. Presiente que ha llegado el momento y se encamina hacia su taller.
Acaricia un pedazo de arcilla. Siente la presencia y la ausencia que se funden en la materia inerte que no deja de acariciar. Imagina volúmenes y vacíos. La caricia le desvela la presencia del otro, alcanzable, inalcanzable. Sus dedos empiezan a abrir caminos en la arcilla que le descubren lo que hasta hoy permanecía oculto. Siente como se desvanece el yo, como se funde con la materia que sus manos no dejan de acariciar y de trabajar. Como la amada, Nagad se oculta para reaparecer tras las sombras. Como la amada, Nagad nunca será su propiedad, ni poseído por él. Descubre que en la caricia el tiempo no cuenta, pero sabe que Kronos regresará cuando Nagad sea una presencia hecha realidad. Nagad es materia que trasciende la materia, es lo invisible que se da en lo visible, ausencia y presencia al mismo tiempo.
Nagad, la respuesta a sus preguntas, le recuerda que es finito, frágil, vulnerable y que vive a merced del cambio y de la transformación, de la caducidad y de la muerte. No hay un instante que no pueda ser el cráter del Infierno. No hay un instante que no pueda ser el agua del Paraíso[1].
[1] Borges, J.L., Los conjurados.
Alepo y Beirut, agosto 2009